Llovía.
Llovía con la misma fuerza
que lo hizo en aquellos días y el agua,
como entonces,
seguía golpeando en los cristales empañados
de soledad,
con su silencio ronco chapoteando entre los “puede que”, o los “quizá
si…”
Un pensamiento isósceles
con el primer soplo de otoño que la
envolvía.
Era el mismo viento húmedo que,
de nuevo,
dejaba sentir el quejido
acrílico del desgaste que hurga en los bolsillos del alma…
Era un hilo de
recuerdo que la regresaba a aquella noche en llamas y
al sucederse de cien días
apagados…
¡Los contó!
¡Uno a uno los contó como si de un rosario de brumas se
tratara!
Aún le dolían las sandalias del
miedo que tanto habían arañado sus pies…
Sus ojos vendados, heridos por la
oscuridad de la incomprensión…
sus manos atadas con cuerdas de sangre…
mientras le vendaba los ojos al espejo y a
ciegas,
para no ver,
le preguntaba al
espejo por qué.
Nunca hubo una respuesta.
Solo una imagen borrosa de un “él” en
el ángulo roto que hay detrás de los sueños,
ese ángulo cuyo umbral,
el olvido,
no osaría cruzar.
Nunca hubo una respuesta,
solo hubo
otros “él”…
¡Tan estúpida y miserablemente
iguales!
Pero no le vendó los ojos al espejo, ni se calzó las sandalias del
miedo…
Bajó a la calle para empaparse de lluvia,
extender los brazos al cielo y
volar….
Alguna vez la encuentro…
Como un misterio
adivina mi mirada,
entonces me mira,
sonríe, y luego
se desvanece fragilmente
como se desvanecen los sueños.
como se desvanecen los sueños.
Dama de seis.