A penas
pasaron las fiestas navideñas.
Tras la despedida, la penumbra habita los días
sucesivos hasta que poco a poco,
el latido retoma el hábito de la ausencia.
Con
los brazos extendidos, vaciados de sus
abrazos,
el frenético vivir de las obligaciones ahoga el tiempo,
y por un
momento,
hasta se agradece.
Evoco sus ojos claros, su rostro imberbe,
su
voz abandonando la infancia para hacerse hombre,
pero que sigue pintando un
arcoíris en mi corazón,
cada vez que la escucho brotar de sus labios.
Amor de madre.
Resignación aparente en la implacable lejanía,
donde una lágrima a solas,
parece ser la única rebeldía.
Solo lo parece
cuando el diccionario no
contiene
palabras suficientes con las que
cabalgar
las altiplanicies de mis noches y mis días.
Al
poco, la distancia ya ha extendido su
velo de escarcha,
y como si nada,
ha
sembrado el alma de crudo invierno.
Y no
sé cómo, ni de donde, sin embargo…
Vuelve,
vuelve a crecer la caléndula del
anhelado regreso,
mientras el reloj sigue su marcha y el tiempo pasa…
dilatadamente
breve…
Pasa.
Y en su pasar, sin prisa, sin pausa,
como el instante que precede,
se disuelve en auroras la distancia.
Dama de seis.
Desmenuzas la espera, haces de la ausencia un sendero de fragmentos de perlas. Si el "frenético vivir de las obligaciones" todavía te permite escribir así entonces la esperanza pervive y late más fuerte que el tiempo. Hermoso de veras, Antonia.
ResponderEliminarGracias, Rafael. Tus palabras me emocionan. "El frenético vivir" a veces, nos hace más llevaderas algunas cosas. Actua como un anestésico, donde el dolor propio se difumina pero deja un registro en el alma.
ResponderEliminarAbrazos.